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agosto 5, 2019

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Cazador cazado I: Fuego lento

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Ya la primavera daba su grito de guerra en las populares calles de Moreno. El viento helado contrastaba con el naciente colorido de los árboles y los verdes brotes sobre la tierra. 

Sentado sobre su cama, Matías observaba hacia la ventana, suplicando en silencio los primeros rayos de Sol. 

A su lado, Jorge emitía un ronquido leve pero frecuente.

Matías desvió su mirada hacia el reloj colocado en la pared opuesta a la ventana y comprobó que había errado en su percepción del tiempo: era mucho más temprano. Los sucesos de la noche anterior se acumulaban en su cabeza de forma violenta y respondían a situaciones mucho más lejanas que recién ahora podía entender. Se sintió burlado. En el inmenso manto de la trampa.

Cuando Jorge descubrió hacia qué dirección apuntaba la brújula de su sexualidad, recién juntaba 9 años cumplidos. En ese entonces era verano y reconoció enseguida el gusto que le daban los hombres esa tarde que su padre lo llevo a pasear en el parque. Antes también había ido, pero quizás nunca se había fijado con tanta atención a aquellos grupos de hombres que competían por hacer más repeticiones en la barra, esos torsos desnudos dorados por el Sol, exigiendo cada músculo al máximo para salir victoriosos de aquella revuelta atlética.

Obviamente Jorge tenía armadas las sospechas sobre sí mismo. Pero aquella tarde fue la sentencia.

Matías estaba al borde de los calambres, su organismo precisaba de aquel potasio tan bien sabidos de la banana. Pero debía demostrar ante sus efímeros competidores que él podía. Así que subió de nuevo a las barras paralelas e hizo 36 repeticiones como si no existieran tales magullos musculares. Se gano la aprobación de sus contrincantes y un especial aplauso de un niño que lo veía sentado desde una banqueta. Por algún impulso del momento, Matías le señaló al niño las barras, como una especie de invitación al ejercicio (apenas si le quedaba aliento para pronunciar una palabra). El niño miró a su padre y este le dió su aprobación con un «andá». 

La simple acción de elevar a ese niño del suelo hasta las barras desencadenó una cadena de acontecimientos que muchos años más tarde se sentaría Matías a recordar mientras esperaba el primer Sol de la primavera.

Cuando el chico grandulón, de rasgos finos acentuados por una barba pareja y bien cuidada le señaló las barras, Jorge no dudó en ir hacia él. Con previa aprobación de su padre que descansaba sentado en la misma banqueta. 

El placer inexplicable que sintió Jorge al sentir como aquellas manos grandes, ásperas y fuertes lo sujetaban de la cintura y lo elevaban hasta los fierros paralelos fue brutal. Su suspiro pasó inadvertido por los aplausos y gritos de apoyo de los demás hombres allí congregados al sano ejercicio. Jorge se esforzó en competir, pero no tenía ni técnica ni fuerza en ese momento. Y de nuevo volvió a sentir esas manos que se colaban accidentalmente por dentro de su remera y le paralizaban la piel. 

El gesto amable del grandulón fue reconocido por su padre desde la banqueta. Jorge se despidió sacudiendo la mano al viento y fue corriendo a donde su padre. La brújula de Jorge ya le había indicado el camino y ese verano no dejó de pensar en esas manos que lo sostuvieron en el aire. En el cielo.

Los años siguientes transcurrieron para Jorge como una auténtica cacería.  Sin duda no estaba solo en el camino, había muchos más como él y debía (quería) encontrarlos. Debía (quería) constatar la certeza de aquellos pensamientos. Y fue adentrándose en aventuras fugaces con otros de su misma edad: besos, manoseos, refriegues… 

A los 12 ya estaba seguro. Completamente seguro. Había experimentado tantas aventuras inocentes que ahora sospechaba que no quedaba en Moreno un hétero sino que, en favor, todos eran como él.

Con la crisis de la edad rozando sus talones, Matías se escondía en el ejercicio para encontrar su propia aceptación. Aunque su esposa lo amara tal cual, el espejo le decía cuán rápido pasa el tiempo. 

Ni decir que tuvo que llorar en los brazos de su amada cuando descubrió sus primeras canas. Vivía alterado por el trabajo y sus violentas preocupaciones por la apariencia y esas pequeñas arrugas de la cara. ¡Cuarenta años ya! Sin duda, el tiempo no perdona y Matías iba dando razón de eso. 

Aunque Matías nunca supo de dónde venía la fiereza de tales preocupaciones. Estaba bien acomodado, en su trabajo, si bien no destacaba, tampoco aparecía en la lista de los apercibidos y su familia no daba mayores problemas. Debería ser un poco más feliz.

Un día mientras esperaba a su compañero de trabajo, postrado en el auto un rostro casi infantil lo reconoció a través de la ventanilla y agitando la mano al viento lo saludó.

En el secundario ya todos daban por hecho la dirección de la brújula de Jorge. Sin embargo, él intentaba no corroborar aquellas acusaciones. No por miedo, no había peligro alguno en esa época. Todo era por un morbo que ni él sabía donde podía nacer. Luego lo entendería.

Cuando contaba 14 años ya estaba inmerso en un noviazgo a escondidas. Hay ciertos placeres que sobreviven mejor en lo oculto. Todas las tardes fingía ser el amigo de Tomás y su madre los llevaba juntos en auto puesto que vivían en barrios cercanos. La trampa era que en la mayoría de los casos, Jorge se quedaba a comer y en esa estancia se producían innumerables derroches de pasión. Como el día en la sala, mientras la madre de Tomás cocinaba en la cocina, que recibió su primera acabada en la boca y se vio forzado a tragarla para evitar cualquier suspicacia o la vez en que de camino a casa, la madre de Tomás detuvo el auto para sacar dinero del cajero y ambos aprovecharon el tiempo y la adrenalina para besarse en frenesí tal que Jorge tuvo que inmovilizar las manos de Tomás que ya empezaban a desabrocharle el cinturón…

Cuando su suegra (no notificada) volvió, ellos maldecían para adentro y antes de que el auto se moviera, Jorge reconoció (o tuvo noción) que el vidrio trasero del auto no era polarizado, ¡se veía todo! ¡Todo, incluso el auto estacionado detrás de ellos y…!

Ese rostro familiar que Jorge tardó en reconocer, que también lo veía con la misma extrañeza (¿desde cuándo lo veía?) hasta que por fin logró atinar su procedencia, aquella tarde de verano, esa barba y esas manos abrasivas. Sorpresivamente contento levantó la mano y saludó.

De vuelta a casa, con su habitual migraña a causa del tiempo, Matías repasaba en su cabeza si aquello que había visto era totalmente cierto o si había tenido una especie de alucinación. Ese día había estado exageradamente aburrido y puede ser que sólo imaginara tales cosas.

¿Ese rostro era el mismo aquel…? No lo sabía. De verdad no lo sabía. O no lograba en su cabeza la paz que necesitaba para saberlo. Era difícil en esa época ser él.

Un año más tarde, a finales de primavera, se despertó de abrupto producto de una pesadilla repleta de esas situaciones que comúnmente no podía recordar de inmediato.  Estuvo un tramo largo de tiempo tratando de recordar y se encontró con que no tenía ni gota de sueño.  Era madrugada de sábado así que decidió dar una vuelta en auto para no perturbar la tranquilidad de su casa. 

No había duda en ese entonces, puesto que ya todos las presas habían sido devoradas. Jorge a razón de carisma y prudencia lograba llegar a aquellos insospechados seres que apuntaban la brújula en su misma dirección. Era una especie de don otorgado a él. Y se manejaba bastante bien (para su edad) en el terreno de la conquista. Su pecho no almacenaba preocupaciones amorosas ni necesidades de afecto periódicas. Era feliz descubriendo y descubriéndose. 

Jorge había conservado su cara de niño y aunque su cuerpo era más bien fino, contaba con eso que bien llaman «porte». Sus rasgos se habían afilado pero sus ojos claros le daban un aire de ingenuidad e inocencia que ocultaban sus más oscuras intensiones: cuando la presa daba cuenta de su error, ya era tarde. 

Por ese entonces desarrolló una trampa a la que llamó «más fuego». Se acercaba a su víctima con el pretexto de pedirle prestado el encendedor y una vez allí detallaba todos sus gestos, cómo sacaba en encendedor, dónde lo tenía guardado, el color y forma de dicho instrumento, a dónde miraba su presa mientras él encendía su cigarrillo… Detalles simples que le daban un perfil y, si cumplía con los requisitos, después de un rato, Jorge volvía por más fuego. 

Poco a poco, como quien no quiere la cosa, Matías fue acercándose a el barrio de Belgrano. Serían las 3 menos cuarto y detuvo su auto en un bar para cenar algo y, probablemente, degustar un par de cervezas reglamentarias. En el refrescante clima de la noche se escuchaba ese murmullo general de varias gentes reunidas. Matías se sentó afuera para disfrutar del viento mientras esperaba y, además, de su cerveza recién servida. 

A lo lejos se escuchaba en retumbar de un boliche cercano, risas más sonoras y se veían filas de personas como ganado entrando al corralón. 

De nuevo vio aquel rostro, no lo reconoció de inmediato porque nunca lo había visto de noche y menos sosteniendo un pucho en la boca. Ese rostro, acompañado de un cuerpo delgado y angulado que hacía parecer a una camisa colgada en una percha se le acercó y le dio un apretón de manos. Matías correspondió, ¿cómo no? Pero solamente asintió con la cabeza y lanzó un desazonado «¿Todo bien?»

Eran las 3 menos cinco de la madrugada y se alejaba del boliche con sus amigos para fumar unos puchos y respirar un poco. Dos chicas y dos chicos lo acompañaban. Eran los mosqueteros. Entretenimiento en la joda no se dio cuenta que lo veían y cuando sostuvo el cigarrillo en la boca y le dió la primera estocada, fue cuando vio ese rostro (ahora de perfil) que antes hubiera visto aquella tarde de verano en el parque. 

Jorge se escapó de la pequeña manada un segundo, maldiciendo internamente haber encendido ya el cigarrillo, y dió un saludo amistoso, nada exagerado, contestó el tan impersonal «Todo bien» y dirigió su rumbo de nuevo a la manada.

Dentro del bar, pidieron unas fritas y salieron de nuevo a fumar en grupo. Se sentaron en la mesa de Matías (con previa aprobación) que estaba vacía y entraban todos quizás un poco amuñuñados. El pequeño grupo adolescentes estaba a lo suyo, Matías se regocijaba de pronto ante tanta algarabía, se distraía por fin y lo celebraba haciendo preguntas generales a todo el grupo que respondían quitándose la palabra. 

Jorge no quiso demostrar sus nervios o quizás impaciencia y se fumaba el cigarrillo con calma, casi con desprecio.

Sin embargo, en esa carrera de atención, ahora tenía dos competidoras.

Matías, a pesar de su aire siniestro causado por tantas preocupaciones, compensaba con un físico prominente aquella primera impresión, su barba rasa generaban cierta confianza, por lo que podría decirse que conservaba un aura de bestia simpática a la vista. 

Belén partía con ventaja porque no había sacado su cigarrillo y también tenía un manejo depurado en el arte de la trampa «más fuego». Una trampa que para ellas resulta tener otro propósito pero se basa principalmente en lo mismo con la diferencia de que en vez de detectar, ellas ofrecen las señales.

Así pues, Belén, en plan de distraído, le preguntó a Matías muy suavemente si tenía fuego. Matías distinguió la punta de la lanza y le ofreció amablemente el efímero elemento. En esta escena, Matías partía con ventaja porque su organismo no estaba plagado de alcohol y sus movimientos y palabras podían ser más prudentes. Prudencia que no manejó Belén al poner sus manos sobre las robustas manos de él mientras atinaba a sostener la punta del cigarrillo sobre el fuego. Belén pudo ver aquellos ojos siniestros por más que quisieran tornarse amables y sonrió después de una profunda inhalación. 

  – Gracias… ¿Tú nombre cuál era?

  -Decime Mati, vos. 

La escena fue observada por todos con singular atención y, como si hubiesen sido descubiertos, volvieron a la plática más común. 

Belén había jugado su carta y hasta pudo haber gritado «¡Uno!». Todos los puchos se acababan menos el de ella. Una vez apagados, muertos y pisados los otros 4 cigarrillos, Belén soltó su última carta diciendo sin que viniera a cuento «Yo termino el pucho y ahorita entro (al boliche)» todos vieron a la ganadora con cierta sonrisa pícara y se pusieron de pie, rumbo al boliche.

¡Tanda de halagos se armó en aquella mesa! Era tan obvia la atracción de ambos que Belén terminó su cigarrillo justo antes de abrir la puerta del auto de Matías.

  – ¿Querés dar una vuelta…?

 

Rodarían apenas 8 cuadras y encontraron un espacio vacío donde estacionar sin llamar la atención y, a su vez, sin estar tan a solas. Apenas se había apagado el auto cuando Belén sintió la adrenalina provocada por esa mano que le sujetaba de buena manera por la nuca y era atraída por otra mano que le sujetaba la cintura hasta el puesto del conductor. En una fracción de segundo estaba sobre aquella simpática bestia y el asiento se reclinaba hacia atrás. Sintió sobre la cara posterior de sus muslos unas manos que se arrastraban por su piel, camino a subirle el vestido hasta la cintura. Ella puso sus manos en su cuello y besaba con más ganas que delicadeza. Sintió como su vestido le quedaba arremangado a la cintura, sintió esas manos apretar fuerte sus nalgas y enseguida como era sujetada del cabello y obligada a levantar la vista dejarse devorar el cuello a besos. Cada beso, la elevaba más y su pequeño cuerpo se estremecía por ráfagas muy intensas. Los tirantes de su vestido era corridos de sus hombros al mismo tiempo, quedando así sus senos ya erizados al aire, indefensos. Ella se abrazaba a la cabeza de él, apretaba con fuerza su cabello mientras sentía como aquella lengua más caliente que tibia le recorría los pezones sin un mínimo de misericordia. Gemía, entre dientes, no soportaría mucho más, se sentía tan mojada…

Era sujetada fuertemente de la cintura y de nuevo era puesta en el asiento del copiloto. «¡¿Algo pasó?!» Llegó a pensar algo aturdida pero antes de poder mirar a su alrededor, aquella mano potente la volvía a sujetar por detrás de la cabeza y, entendió enseguida cuando bajó la vista y vio aquella pija sobresaliendo entre la cremallera del pantalón. Antes de comenzar a abordar aquella pija, escuchó como si de algún sueño viniera esa voz «Mojala bien» y orientó su desempeño en aquel sentido. Se concentró el lamer, escupir y empapar con su saliva aquella delicia de miembro. Lo sujetaba con su mano mientras succionaba y enseguida dejaba caer su saliva sobre esa pija que relucía de brillante ahora. De cuando en cuando soportaba la mano que le sostenía la cabeza y hacía un fuerte gemido para indicar que no aguantaba más. La pija salía de si boca lentamente entre hilos de saliva que ella se encargaba de esparcir con su mano.

Una vez más, de improvisto, fue elevada y sentada sobre aquella simpática bestia.  Sus manos ahora se posaron sobre los hombros de él y sintió como una mano le corría las bragas a un lado, sintió la humedad que ella misma había producido y como se le encajaba despacio aquella verga que acababa de comer con tantas ganas. Inmediatamente puso sus manos sobre el cuello del él y apretó fuerte. Él la rodeó con sus brazos y la sostuvo firme para enseguida subirla y bajarla, en movimientos cortitos en los que se la encajaba toda. Belén ya no gemía, jadeaba, gritaba, chillaba. Sus chillidos se volvían largos y agudos cada que él al tiempo de penetrarla, le besaba el cuello con gran intensidad. 

Belén se sorprendió mal al darse cuenta que se estaba corriendo, «maldito» alcanzo a decir entre jadeos y seguidamente un suspiro, un chillido y un abrazo fuerte. 

Intentaba tomar aire pero él la seguía penetrando con violencia. Se sentía muy mojada, de pronto débil, de pronto muy sensible. Lo que más maldecía entre esa nube de placer era que ella misma no se podía detener, su cintura acompañaba las embestidas con movimientos de péndulo que hacían llegar esa pija hasta lo más hondo.  Él también sentía la humedad, lo blando que se había vuelto ese cuerpo y, sin embargo, no cesaba. La alzó de nuevo y le dió vuelta, ella inocentemente (o instintivamente) puso sus manos en el volante sin percatarse del todo que él la volvía a acomodar para encajarla. La sujetó del cabello para hacerla recostar su espalda contra su pecho y en un subir y bajar la volvió a penetrar. Su pija, empapada, entraba tan ajustada que de verdad hacia maldecir a Belén. Ahora sus pies eran los que se apoyaban sobre el volante y soltaba insultos, gemidos, trataba de respirar, quería pedir piedad, una pausa…

No hubo tregua. Cuando sintió las inmensas manos de él (en proporción a su cuerpo) sobre su pecho, sintió que se desmayaba. Intentó quitarse las manos pero fue inútil. Era bombeada por una pija que parecía no rendirse nunca y sus senos eran apretados, acariciados, restregados por esas manos ásperas. 

Recostó su cabeza hacia atrás, apoyándola en el hombro de él y se entregó ya. Un gemido continuo, a la par de las embestidas se mantenía en el auto. Ella sentía como sus pezoncitos era apretados y maldecía una y otra vez. 

Hasta que empezó a escuchar como una esperanza a lo lejos, como aquél perdido en el desierto cree alucinar al ver el agua, así empezó a escuchar ella los jadeos de él y, al tiempo, unas embestidas tan fuertes que su cuerpo sonaba (aún más) sin parar. 

Le empezó a suplicar al oído que acabara, lo quería motivar, pero sus palabras se quedaban en un gemido inentendible y en más maldiciones. Su cuerpo era sacudido hacia arriba y sentado de golpe en esa pija que se hichaba más, a punto de estallar…

La abrazó fuertemente y empujándosela bien adentro se dejó llevar. 

Ella sintió las contracciones, las violentas chispas de aquel líquido que la llenaba y se dejó morir en ese charco de placer. Sus piernitas temblaban, toda ella tembló ya no sabía si se estaba corriendo o si se estaba muriendo y se quedó sin fuerzas así recostada sobre él, que aún la meneada despacio, con la pija todavía adentro provocándole eléctricas reacciones y besaba y lamía desde su cuello hasta su oreja como para intensificar la tortura… 

En el boliche todos sabían dónde estaba Belén y probablemente qué hacía. Jorge tenía cierto malestar. Le jodía un poco el hecho de que su primer contacto hombre a hombre, aquel que le elevó el sentido, estuviera con una amiga suya. Pero, comprensivo a los temas que la sexualidad refiere, lo tomó con naturalidad puesto que, precisamente, la naturaleza es así. 

Cuando eran las 4, Belén escribía para decir que iba de vuelta y, a modo confidencial, preguntaba si alguno quería tomar el aventón hasta sus casas. Tal vez podía convencer a Matías de llevarlos a su hogar. Solo dos del grupo aceptaron irse con Matías. Y, Matías, agradeció no tener que desviarse mucho de camino a casa.

Belén no pudo quitarse ese aire de recién corrida y el sonrojo en sus mejillas era muy evidente. Sin embargo, el puesto de copiloto se lo había ganado. Detrás, Jorge y Macarena se cruzaban miradas. ¡También el olor del auto era evidente! 

La primera en bajarse fue Macarena, puesto que era la que más lejos vivía del resto. De regreso había que dejar a Jorge. Si bien la conversación en el auto era mesurada, era al mismo tiempo bastante cálida, digna de ese mágico toque que dan las madrugadas. 

Belén se había dormido (con razón) y Jorge le señaló a Matías dónde podía estacionar para poder bajarse. Matías, aún exhausto, precisaba de agua y le preguntó a Jorge si podría alcanzarle un poco. 

Cuando el auto se detuvo, Jorge invitó a Matías a pasar un momento. El barrio no da como para esperar en el auto. Sin embargo, dejaron ahí a Belén pues dormía tan profundamente que no valía la pena despertarla dos minutos. 

  – No te preocupés que la llevo a su casa. Ya me dijo dónde es. (Se excusó de pronto Matías, en voz baja, temiendo despertar a alguien)

  – No pasa nada, ya sabemos cómo es (Le guiñó el ojo, cómplice). Y no te preocupés vos qué papá no está en casa (señaló el espacio vacío del estacionamiento); no está el auto.

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3 respuestas

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