Por

Anónimo

enero 16, 2014

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Mi linda sobrina

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Tengo 34 años y mi vida siempre se ha caracterizado por una gran inestabilidad

en mis relaciones íntimas. Soy atractivo y me conservo en una forma física

envidiable para mi edad, practico mucho gimnasio y desde hace tiempo cultivo una

imponente musculatura por lo que nunca me han faltado candidatas con las que

mantener una corta aventura, pero con la edad se va perdiendo el interés y ya no

funciona cualquier tipo de relación. Por eso en los dos últimos años he pasado

la mayor parte del tiempo en soledad, con encuentros esporádicos con el sexo

opuesto que no sobrepasaban el par de semanas de duración.

Aunque vivo solo, apenas a un par de calles de mi vivienda se encuentra la de mi

hermano, cinco años mayor que yo. Gracias a él tengo una sobrina y un sobrino.

La mayor se llama Eva y ha sido mi favorita desde que nació, porque ambos

conectamos bien y he compartido sus inquietudes desde la más tierna infancia.

Sus padres trabajan los dos y es frecuente que caigan en cierta dejadez en la

atención de sus hijos, lo que sin duda favoreció desde siempre nuestro

acercamiento.

Lo que quiero contar sucedió cuando ella tenía 15 años, edad a la que comenzó a

cursar estudios en un nuevo colegio privado, lo que la obligó a tomar el tren

todos los días, tal como hacía yo para ir a mi trabajo. No era infrecuente que

coincidiéramos en el camino de vuelta de la estación, trayecto en el cual

acostumbrábamos a charlar de muy diversas cosas.

Poco a poco nuestras conversaciones fueron ganando intimidad y ella me hablaba

con mucha franqueza de los problemas de la adolescencia, de los cuales no era

menor el relativo abandono al que la sometían sus padres, circunstancia que la

había convertido en una chica un poco independiente pero a la vez insegura. La

ausencia del referente de sus padres en los temas más delicados la llevó a

conceder demasiada importancia a mis opiniones.

El tema sexual también afloró alguna vez, pero de forma discreta. Ella era

partidaria de esperar a enamorarse antes de tener ningún tipo de relación. Sus

ideas y su inseguridad habían provocado que desembarcara en los quince sin que

nadie la hubiera besado. A veces hablábamos de un chico que la gustaba mucho,

llamado Fernando, del que por supuesto se sentía enamorada y con el que

acariciaba la posibilidad de cumplir algún día sus ilusiones.

El verdadero inicio de esta historia data del día en el que decidió hablarme de

una amiga de su misma edad, llamada Elena, que era tan inexperta como ella, pero

que deseaba como fuera desembarazarse del lastre de su ignorancia. El asunto era

que Elena, al contrario que Eva, prefería experimentar con alguien que no fuera

nadie en su vida, con un cualquiera atractivo con el que no arriesgase nada,

antes que con una persona importante con la que sus errores pudieran poner en

peligro una relación. Elena era una chica, por lo visto, muy dominante y mi

sobrina aparentaba mantener una fuerte relación de dependencia con ella. Un día,

ante mi sorpresa, me contó con cierta desgana que le había hablado de mí a

Elena, que le había dicho que era muy majo y muy experto y que ella le había

preguntado si podría tener algún tipo de encuentro conmigo.

Yo, pasado mi escándalo inicial y a pesar de que el asunto no parecía hacerle

mucha gracia a mi sobrina, no pude o no quise negarme. El ostracismo de mi vida

actual inspiraba que la idea de tener una relación, por mínima que fuera, con

una quinceañera supusiera un mundo por descubrir.

Mi sobrina organizó muy a su pesar una cita en un cine próximo al colegio de

ambas, donde podríamos encontrarnos los tres porque había un pase de película a

la hora de comer, único periodo durante el cual podían ausentarse del colegio.

Era la única posibilidad de tener un encuentro porque su amiga tenía que estar

en casa después de la escuela. Quedamos en que yo las esperaría a la puerta del

cine, ya que Elena no se atrevía a ir sola y entraríamos dentro. A esa hora no

solía haber casi nadie en la sesión.

Así lo hice y al poco de esperar en la entrada vi aparecer a mi sobrina con su

amiga. Ambas vestían el uniforme del colegio, una blusa blanca cerrada con un

corbatín y una falda gris de tablas. Llevaban calcetines hasta la rodilla,

porque no les permitían vestir medias enteras, y unos insulsos mocasines.

Aunque ambas tenían la misma edad, su físico era muy dispar. Elena era más

agraciada que mi sobrina, era un poco más baja y un poco más gruesa. Aunque

probablemente, cuando creciera, sus curvas empezaran a suponerle un problema, a

los 15 lucía un pecho precioso suficientemente desarrollado y tenso y un trasero

prieto y formado, atractivo porque todavía no había ensanchado las caderas en

exceso. En contrapunto, mi sobrina era más alta, delgada y larga de piernas.

Lucía una cintura infinitamente más estrecha que la de su compañera y era

evidente que en 10 años su cuerpo estaría a años luz del de Elena, pero en la

actualidad sus pechos eran muy pequeños y era menos bonita de cara. Tenía los

ojos grandes y la boca atractiva, con labios suficientemente gruesos, pero le

afeaba un poco la nariz.

Los tres estabamos algo nerviosos por la situación. Entramos en el cine sin

saber muy bien qué iba a pasar y nos fuimos directamente a la fila de atrás. Yo

me senté con mi sobrina a mi izquierda y su amiga a la derecha. Más allá estaba

la pared.

Comencé a acariciar el cabello de Elena con cierta premura y, sin más ceremonia,

acerque mis labios a los suyos, dándola tiernos besos. Cuando creí ganada la

intimidad, los humedecí con la lengua y ella, instintivamente, los abrió, pero

cuando mi apéndice traspasó el umbral de su boca me encontré con sus dientes, no

suficientemente abiertos. Me esforcé por empujar y mi lengua se coló entre ellos

alcanzando el tacto húmedo del correspondiente órgano de Elena. Casi al

instante, como obedeciendo a un instinto primario, su lengua comenzó a describir

círculos con tanta insolencia como la mía. Mi sobrina mientras tanto, apartada

de todo, fingía ver la película, aunque supuse que nos miraba de reojo.

Lógicamente yo había besado una infinidad de veces durante toda mi vida, pero el

hecho de ser participe de aquellos besos virginales me provocó una increíble

excitación. Ella en cambio se limitaba a corresponderme casi de forma monótona,

aunque quise creer que también era presa de una agitación similar a la mía. No

pude contenerme más y ardí en deseos de acariciarla. Puse mi mano en su pierna y

palpé suave su rodilla, mientras hacía intención de remontar bajo la falda, pero

la mano de ella me lo impidió. Decepcionado, intenté también acariciar sus

pechos, pero recibí un nuevo rechazo. Estaba claro que ella deseaba practicar

besos conmigo, pero nada más. Sus tesoros más íntimos parecían reservarse para

algún otro más importante.

Pero yo estaba demasiado excitado. Quería acariciar aquel cuerpo juvenil que se

me negaba como un completo poseso. Jadeaba de pasión y decepción. Supongo que

entonces se apoderó de mí el animal ancestral que sólo desea apoderarse de los

tesoros del sexo opuesto sin reparar en nada más. No puedo decir qué motivó mi

extraña e inesperada reacción. Solo sé que sucedió.

Despacio deslicé mi mano por la espalda y, nuevamente con suavidad, la deposite

en la rodilla derecha de mi sobrina. Noté como ella dio un respingo.

Durante unos momentos prolongué el grotesco cuadro que formaba besando a una

adolescente por un lado y posando mi mano en la rodilla de otra. Esperaba un

rechazo y el final de aquella aventura, pero mi sobrina no se movió. Aquello me

excitó aún más y comencé a acariciar el muslo de Eva, aquel muslo virginal de 15

años que había visto crecer, tanteando por debajo de su falda.

No sé si Elena se dio cuenta de mi maniobra, o si ya había obtenido lo que

quería, o si se tenían que volver al colegio, pero abandonando mi abrazo ella se

puso de pie y dijo que tenían que marcharse. Mi mano se retiró de inmediato y mi

sobrina también se puso de pie. Yo permanecí sentado. En la oscuridad miré a Eva

y vi un extraño brillo en sus ojos que no supe interpretar.

Permanecí en la oscuridad de la sala hasta el final de la película, si bien no

la prestaba atención. No dejaba de pensar en lo que había sucedido entre una

adolescente, mi sobrina y yo. Tenía miedo de la reacción de esta.

Tardé varios días en volver a ver a mi sobrina. Probablemente ella estuvo

esquivando encontrarse conmigo en el tren y yo por mi parte evité ir a casa de

mi hermano. Supuse que ambos estábamos avergonzados de lo que había sucedido y

que no se volvería a repetir.

Una semana más tarde, sin embargo, me sorprendió recibir una llamada suya en mi

casa. Sus padres no estaban y procuraba que no la oyera su hermano. Me contó con

voz llorosa que su amiga Elena se había enrollado con el chico que le gustaba a

ella, con Fernando y durante una hora no paró de lamentarse de su inseguridad,

de por qué siempre iba a remolque de su amiga, del hecho de que Elena hubiera

sido más espabilada y por eso era ella la que estaba ahora con Fernando, y de lo

mucho que se avergonzaba de su inexperiencia. Yo traté de consolarla, pero evité

hacer la más mínima mención al suceso del cine, algo que ella también eludió.

Durante otra semana nuestras vidas volvieron a la normalidad. Ella estaba algo

más melancólica, cosa normal, pero no volvimos a tener ningún asomo de

acercamiento atípico entre tío y sobrina. Elena había comenzado a salir con

Fernando y yo esperaba que el enamoramiento de Eva acabaría evaporándose en el

tiempo.

A la semana, una nueva llamada de mi sobrina me dejó perplejo. Me decía que

Elena le había pedido que organizara otro encuentro entre nosotros, pero su tono

delataba que cumplía el encargo a regañadientes. Yo comprendí que aquello le

haría mucho daño a Eva, pero recordaba la excitación del primer encuentro con su

amiga e intuí que aquella segunda ocasión me permitiría acariciarla por debajo

de la ropa. Avergonzado de mí mismo, acepté la cita. Mi sobrina no pudo

disimular su decepción. Ella había esperado que dijera que no.

No me era ajena la forma como Eva se mantenía encadenada a la amistad de Elena,

como una esclava, y me sentí despreciable por comportarme como lo hacía, pero

una vez más se impuso el instinto de posesión sexual: quería acariciar a aquella

adolescente en sus partes más intimas aun a costa de lo que fuera.

La nueva cita transcurrió igual que la anterior, salvo que Eva eludió mirarme a

la cara. La disposición de asientos fue la misma, aunque esta vez yo estaba

seguro de que mi sobrina no miraba de reojo, sino que deseaba que todo acabara

pronto para marcharse de allí. Su inseguridad le había impedido plantarnos cara

y acabar con aquel juego diabólico y ello le hacía sufrir.

Mi sorpresa llegó cuando, una vez iniciados los besos, esta vez de forma menos

protocolaria, traté de acariciar a Elena y nuevamente me rechazó. Quedé por un

momento pasmado, porque no había previsto que el objetivo de esta cita fuera el

mismo que el de la anterior.

Pronto comprendí que estaba en un error cuando sentí escandalizado como la mano

de Elena se posaba en mi entrepierna, apretando el bulto que bullía bajo el

pantalón. No podía creer lo que me sucedía con aquella quinceañera: me estaba

bajando la cremallera y, ante mi estupor, introdujo su pequeña mano de

adolescente por ella, hasta llegar a mi pene desnudo, que acarició con suavidad.

Elena me estaba masturbando. Comprendía cual era el objetivo de aquella nueva

cita y desde luego no se basaba en ninguna de mis pretensiones. Me sentía

esclavo de aquella niña, al igual que mi sobrina.

No podía aguantar más la excitación, pero ella no me dejaba que la acariciase.

Nuevamente se apoderó de mí ese instinto sexual por el que sólo deseaba

acariciar las partes más intimas de aquella niña mujer y fue muy grande mi

sufrimiento al no poder conseguirlo. Me cegó la pasión y probablemente perdí el

sentido de las cosas. Recuerdo mis actos ante aquella escena como los de un

autómata que no es dueño de sí mismo. Sin poder evitarlo, deslicé mi mano,

frustrada y rogativa, hacía la rodilla de mi sobrina. Estaba avergonzado hasta

el infinito y supuse que, esta vez sí, Eva me rechazaría furiosa, porque no

podía decepcionarla más.

Pero Eva no hacía nada, se dejaba acariciar el muslo en silencio, como si de una

obligación se tratara. Aquello me maravilló y, cegado como estaba de excitación

al sentir la mano de Elena subir y bajar por mi glande, propicié caricias más

atrevidas sobre la pierna de Eva y remonté su muslo por debajo de la falda. No

podía creer lo que estaba haciendo. Poseer las partes más íntimas de mi sobrina

Eva me causaba mayor felicidad y placer del que nunca hubiera pensado sentir

sobre la tierra. Elena me masturbaba, pero yo solo pensaba en mi sobrina, mis

sentidos estaban concentrados en mi mano que trepaba por la cara interna de su

muslo hasta hacerse un hueco en la entrepierna, a las puertas de su vello

púbico, apenas velado por su ropa interior. Eva seguía sin inmutarse y yo,

vuelto a Elena como estaba, no podía ver su expresión. Creí sentir que su piel

temblaba, pero no emitió ningún sonido. También creí oír el ruido de su garganta

al tragar saliva.

Casi sin querer mis dedos tocaron la tela de sus braguitas, culminación de mi

atrevido viaje, y aquello fue como el banderazo de salida para la encendida

excitación de mi pene masturbado. Casi al instante me corrí. Elena, conociendo

que había conseguido su objetivo, liberó mi miembro de su mano, tratando de

mancharse lo menos posible y eyaculé desamparado sobre los pantalones. Saqué mi

mano de debajo de la falda de Eva, que tampoco pareció moverse. No sé siquiera

si se dio cuenta de lo que había sucedido en realidad.

Elena, insolente y henchida de orgullo, se levantó y, como la cita anterior, se

llevó a Eva con ella. Esta vez no me atreví a mirar a mi sobrina en la penumbra.

Permanecí en las tinieblas de la sala, manchado de semen y profundamente

avergonzado por mi comportamiento. Le había fallado a Eva, me había comportado

como un imbécil. Era su único soporte en su laberinto adolescente y le había

fallado. Nunca me lo perdonaría.

Pasaron quince días sin que nos viéramos. Me sentía como si hubiera roto un

adorno de porcelana y ya no se pudiese reparar. Mi hermano me comentó que mi

sobrina estaba muy rara, que comía poco y a menudo tenía síntomas de haber

llorado. Aunque yo creía conocer la causa de sus males, hice esfuerzos por

restarle importancia ante mi hermano, fingiendo que el origen podría estar en un

desengaño amoroso que se curaría con el tiempo.

Un día escuché la voz de mi sobrina al otro lado del teléfono y parecía al borde

de la desesperación. Me contó entre sollozos que Elena se había acostado con

Fernando, que aquello suponía el final de su «decadencia» por el mundo, que

nunca encontraría a nadie que la quisiera, que se sentía muy inferior a su

amiga… lloraba como una Magdalena y me daba infinita lástima. Traté de

consolarla aventurando que la experiencia de Elena no habría sido muy edificante

y acerté: había sido un desastre.

El preservativo había roto el encanto, él la hizo mucho daño

y no disfrutó nada; pero todo aquello parecía no importarle a Eva, que sufría

más que nada por su orgullo pisoteado y por sus frustradas ansias de tener un

encuentro íntimo con Fernando, o al menos eso creía yo. Cuando le dije que no se

preocupara por Fernando, que ya encontraría otro chico que la quisiera, me

espetó «Fernando es un imbécil, ya no me importaba nada». Me dijo que se había

comprado una caja de anticonceptivos y que iba a empezar a tomarlos. Aquello

sonaba como una amenaza y me maldije por, de alguna forma, haber llevado a mi

sobrina a tal estado de inseguridad que parecía dispuesta a acostarse con

cualquiera con tal de dejar atrás la inexperiencia que tanto complejo la

ocasionaba. Un día coincidimos en la estación y emprendimos juntos el camino a

casa. La conversación era tensa, pero logramos charlar de cosas intrascendentes.

No me atrevía a preguntarle por su amiga Elena para que no me malinterpretara.

Temía que en algún momento desatara contra mí la batería de

reproches que sin duda merecía, pero no fue así. Al contrario, creía ser

merecedor de una atención mucho más intensa de la que había recibido en el

pasado por parte de ella. Tenía la sensación de que se quedaba mirándome en

silencio. Me hice a la idea de que quizá siempre había sido así, pero yo no

había querido darme cuenta. Yo también la miraba de reojo porque por primera vez

me sentía fascinado por sus delgadas piernas interminables y por su

incomprensible método para introducir una blusa tan ancha como la del colegio

por una cintura tan delgada como una sortija.

Pronto llegamos a su casa, más cercana que la mía. Sabía que sus padres no

estaban, pero no podía soportar la idea de despedirme de ella. Le puse la excusa

de que había comprado un nuevo CD como pretexto para hacerme acompañar hasta mi

piso y ella aceptó sin más preguntas. Recorrimos el trecho hasta mi piso en

silencio, pero durante aquel intervalo de tiempo mi mente urdió las más

disparatadas ideas que jamás se me hubiera ocurrido que podría llegar a

maquinar. De repente parecían no tener importancia nuestros 15 años de estrechos

lazos familiares, mi comportamiento dudosamente honorable cuando ella siempre me

había idolatrado desde la infancia, la confianza que había depositado en mí para

que yo desenredara la intrincada vorágine de su tormentosa adolescencia…

Cuando traspasamos el umbral no pude contenerme más. Sin mediar ceremonia la

agarré por la cintura y la empuje contra la pared. Me enloquecía la idea de que

no tenía que disimular más, que podía ser rechazado pero en franca batalla,

luchando abiertamente por mi trofeo.

Aproxime mi rostro al suyo y nunca imaginé encontrarme con lo que vi. Eva estaba

excitada al extremo, hasta el punto que parecía faltarle aire para respirar.

Jadeaba como si acabara una carrera de mil metros. Nos mirábamos a los ojos

comprendiendo todo lo que nos pasaba y mucho más, como si el mundo ya no tuviera

secretos para nosotros.

Ella tenía la boca abierta y su lengua afloraba atrevida

entre sus labios, en un gesto que hubiera resultado grotesco, casi de burla, si

yo no supiera que era su inexperta forma de ofrecérmela para que implantara el

sello del primer beso. Yo hubiera querido ver en ella la niña de 15 años

rebosante de romanticismo, la cenicienta que espera el beso de amor ganado más

allá de las campanas de medianoche, pero nuevamente estaba cegado por la pasión

y solo veía su órgano húmedo y sensual inmolarse para mí. Y no pude imaginar

premio mayor en el mundo que probar el gusto de su saliva, de la virginal saliva

de mi sobrina.


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2 respuestas

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